Oda a la vida y muerte de mi hijo es una obra que llega por la vía directa al núcleo generatriz de las emociones del lector, una obra con un mensaje universal, porque no hay nada más universal que el dolor por la pérdida de un ser que amamos y el esfuerzo, a menudo desesperado, que hacemos por llenar ese hueco tremendo que nos deja en mitad del pecho, como si hubiéramos recibido, a traición, un cañonazo.
Oda a la vida y muerte de mi hijo combina verso y prosa para llevarnos de la mano a las regiones donde laten las vísceras, esos lugares profundos que por lo común no están a la vista y donde el alma anhela y sufre; es este un libro umbrátil: de un lado quedan la esperanza y la necesidad de una luz creciente que vaya disipando las sombras; del otro una pregunta sin respuesta y una herida que es como un cazo sin fondo, irrestañable.
La poesía ejerce en el libro de Piedad —qué bien viene este nombre a la historia— una poderosa fuerza de síntesis. Una resonancia de lo esencial. Los fragmentos de prosa, con su contrapunto estilístico, distienden el muelle y por momentos esta se vuelve plácida y nos cuenta, como quien vuelve de una batalla en la que lo ha dado todo, aquellas casi dos décadas de lucha constante, de organizar el tiempo con una precisión matemática, de ir a lugares, cercanos o distantes no importa, porque la distancia es irrelevante cuando hay voluntad, en busca de unas mejoras que rara vez aparecían. Años de sacrificios fecundos en enseñanzas, porque el verdadero aprendizaje se toma al contacto con el abismo; aquí es donde el velo se rasga y las cosas muestran su verdadero peso, donde el coraje emerge y se forja el carácter.
Primero llegó la estupefacción, como una bofetada de aire frío, ante un hijo severamente discapacitado en su expresión corporal, después la determinación férrea de acometer la situación con un espíritu resuelto e inexpugnable, al estilo de esa vieja épica castellana que aún corre por las venas de la autora. Siempre con la vista puesta en un horizonte mejor, siempre poniendo al mal tiempo buena cara, nunca darse el lujo de desfallecer, nunca rendir un bastión hasta que el destino se lo lleve.
Jean Paul Sartre decía que la escritura era un sucedáneo de la religión, una restauración de lo sagrado en el fuero íntimo. Creo que esto se puede aplicar sin enmiendas a la obra de Piedad pues, con ella, volvió a conectar con su hijo ausente, consigo misma, con esa niña de las viejas fotografías que gastaba botines y miraba a sus padres con embeleso; entendió que ningún dolor es en vano y se perdonó a sí misma. Y continuó caminando, porque la vida es esto: caminar y tomar nota de lo que nos acontece en el camino.
La obra gira en torno a Rodrigo, aquejado de una parálisis cerebral severa desde el nacimiento, y en torno a la necesidad de Piedad, su madre, de purgar esa soledad dañina que dejó su muerte, de reflexionar en retrospectiva sobre aquellos años difíciles que a fuer de duros valieron su peso en oro; sobre el paso de ese extraño animal: el tiempo, que convierte las cosas más graves en evanescencia —hay aquí un punto calderoniano— y sobre cuál es el grano que en última instancia queda cuando pasa la segadora. En la balanza, al final de todo, solo quedará el amor, y Rodrigo dio y recibió amor a raudales.
El amor y la nostalgia, el poder de irradiación de las huellas, la experiencia de los límites, el desahogo del alma a través de una escritura que actúa como la mejor de las medicinas. Sobre todo esto trata Oda a la vida y muerte de mi hijo, una obra escrita desde las entrañas y en el desierto. Pero este desierto comenzó poco a poco y a medida que se desgranaban las palabras, a florecer. Desde un lugar más allá de las estrellas Rodrigo es testigo de este milagro, abre sus grandes ojos y sonríe. Gracias papá, gracias Eneida, gracias Diana, gracias mamá.
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